Había llegado el momento de la tarde que más esperaba. El sol, como una gran bola anaranjada, se ocultaba lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos cálidos y envolviendo mi hogar en una luz dorada. A mis 82 años, mi cuerpo ya no era lo que solía ser, pero mi mente aún se aferraba a los recuerdos del pasado como si hubiera sucedido ayer mismo.
Sentado en mi cómodo sillón, una reliquia de tiempos pasados que aún resistía el paso del tiempo, me sumergí en mis recuerdos. Cerré los ojos y permití que las imágenes y los sonidos de mi juventud inundaran mi mente.
Recordé mi infancia en aquel pequeño pueblo donde crecí. Los días eran más largos y las preocupaciones eran escasas. Jugábamos en las calles de tierra, reíamos sin medida y cada día era una nueva aventura. Mi madre, con su ternura inigualable, siempre estaba ahí para cuidarme y brindarme el amor más puro. y completo. Mi padre, por esas cosas del destino y la maldad de un asesino silencioso, habia partido hacia las estrellas y quizás desde allí me protegería.
Luego vinieron los años de juventud, donde descubrí el amor por primera vez. La emoción de cada mirada, el latir acelerado del corazón al escuchar su voz, esos momentos que llenaban mi alma de alegría y esperanza. Aunque el tiempo y la distancia se llevaron algunos amores, nunca olvidé las lecciones que aprendí y el afecto que compartimos.
Más adelante, llegaron los años de madurez. El conocer a la que sería mi gran amor y la compañera ideal para emprender la aventura de formar una familia , el orgullo de ser padre, y el reto constante de criar a nuestro único hijo con el mismo amor aprendido de los recibidos de mi querida madre. Ahí descubrí el verdadero significado de la felicidad, en la unión de seres queridos, en las risas compartidas y en el apoyo mutuo.
Mi mente navegó por los años de trabajo, de logros y desafíos superados a fuerza de puro sacrificio, tal esfuerzo no hubiera sido posible de no contar con una compañera que me bancara en todas las cosas y la remara junto a mi para superar todos los escollos que se presentaran. Había tenido la fortuna de encontrar a la mujer ideal para compartir una vida, continuar con una vocación de trabajo que me apasionaba, y eso hizo que cada día fuera una oportunidad para aprender y crecer.
Lamentablemente, también hubo momentos de tristeza y pérdida. La partida de seres queridos que dejaron un vacío en mi corazón y que nunca podrían ser reemplazados. Pero la vida me enseñó a aceptar la inevitabilidad de la muerte y a valorar aún más cada instante con quienes aún estaban a mi lado.
Dicen que Dios aprieta pero no ahorca y así la felicidad de tener un hijo soñado y amado, después este creció se hizo hombre, encontró el amor, se casó y para nuestra mayor felicidad tuvo tres hijos que nos alegraron nuestras vidas para siempre.
Ahora, en mi ancianidad, mientras el sol seguía su lento descenso en el cielo, agradecía por todos esos momentos que había vivido. La vida me había bendecido con una montaña rusa de experiencias, y cada una de ellas había contribuido a forjar al hombre que era hoy.
Abrí los ojos y volví al presente, el sol ya se había ocultado por completo y la habitación estaba iluminada solo por la luz de la luna. Aunque mi cuerpo ya no era tan ágil como antes y mis fuerzas menguaban, mi espíritu seguía siendo joven y lleno de gratitud por el pasado y la esperanza en el futuro.
Me recosté en el sillón y me dejé llevar por los sueños que aún quedaban por cumplir. Porque la vida, incluso en la ancianidad, seguía siendo un regalo preciado, y cada día era una nueva oportunidad para vivir y ser feliz.
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